miércoles, 14 de julio de 2010

Esa fuerza que no la deja arrancar


Al sonar el despertador como todas las mañanas, cerca del amanecer en la gran ciudad, ella sabía que era la hora de dejar la pereza de lado y salir de su cama para no caer en la tentación de quedarse dormida. Pero ese día no, ese no fue como todos los demás. Una fuerza que parecía irreal, más teniendo en cuenta su incredulidad hacia ese tipo de eventos, la envolvía de las misma manera que un pie aplasta una diminuta hormiga que sea capaz de interponerse en el camino del gigante. Pese a todos los intentos por sacar la mano derecha en dirección a la mesa de roble donde se encontraba el reloj que no paraba de chillar, lo único que conseguía era aumentar la intensidad con que era apretada. Fue en ese preciso momento que desde sus piernas hasta la uña más pequeña del pie, pudo sentir un escalofrío que le recorrió el cuerpo y una necesidad extrema de liberarse de lo que la oprimía. Fuera del asombro provocado en ella por esta sensación, sentía una suavidad que nunca antes había experimentado en su vida. Como si hubiese caído sobre un campo sembrado con ositos de peluches o si un mar de algodón la cubriese. Se encontraba en un gran dilema ya que estaba empezando a acostumbrarse a la caricia que emitía sobre ella esa extraña, pero protectora presión. Pero el ruido de la perseverante alarma fue mayor. Con toda la potencia que logró juntar de su interior, levantó la pierna derecha rogando que eso la llevara al final de ese confuso episodio. De repente, llegó a ella la sensación de libertad, el aire le volvió al cuerpo y fue ahí cuando comprendió que había vencido. Todo sentimiento victorioso que colmó su ser durante unos segundos, se vio derrumbado al enterarse que el culpable de este incidente no era ni más ni menos que el cubrecama que se encontraba atorado entre las sabanas egipcias y la frazada tejida a mano por su bisabuela.

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